jueves, 4 de agosto de 2011

Charles D'Ambrosio / Los esquimales


THE ESKIMOS
By Charles D’Ambrosio

Jones lifted himself from the bed. He turned on the bedside lamp and took the morphine and the syringe from his shirt pocket. "The first explorers thought Eskimos roamed from place to place because they were poor," he said. "They thought the Eskimos were bums." He ripped the cellophane wrapper from the syringe and pushed the needle into the vial, slowly drawing the plunger back until half the clear liquid had been sucked into the barrel. "They were always on the move," he said. The girl bit into the pillow until her gums bled and left an imprint of her mouth on the case. Her body had an alertness, a tension that Jones sensed in the tortured angles she held her arms at, the faint weak flex of her atrophied muscles. She raised her head and opened her mouth wide, her startled red eyes searching the room as if to see where all the air had gone. "But when you think about it, you understand that it's efficient." Jones pushed the air bubbles out of the syringe until a drop of morphine beaded like dew at the tip of the needle. "Movement is the only way for them to survive in the cold. Even their morality is based on the cold, on movement." Jones now continued speaking only to dispel the silence and the lone sound of the girl's labored breathing. He unclenched her hand from the sheets and bent her arm back, flat against the bed. "They don't have police," he said, "and they don't have lawyers or judges. The worst punishment for an Eskimo is to be left behind, to be left in the cold." Inspecting her arm, he found the widest vein possible and imagined it flowing all the way to her heart and drove the needle in.


Charles D'Ambrosio
The Point
Little, Brown & Company, U.S. (1995); and Flamingo, U.K. (1996).   



Charles D’Ambrosio
LOS ESQUIMALES

Jones se levantó. Encendió la lámpara del lado de la cama y sacó la morfina y la jeringa del bolsillo de su camisa. “Los primeros exploradores creyeron que los esquimales vagaban de un sitio a otro porque eran pobres”,dijo. “Creían que los esquimales eran unos vagos.” Abrió el envoltorio de celofán de la jeringa y clavó la aguja en la ampolleta, jalando lentamente el émbolo hasta que la mitad del líquido ascendió por la jeringa. “Siempre se están trasladando”, añadió. La muchacha mordió la almohada hasta que las encías le sangraron y dejaron la huella de su boca en la funda. Su cuerpo tenía una vigilancia, una tensión que Jones podía sentir en los ángulos torturados de sus brazos, en la débil flexión de sus músculos atrofiados. Ella levantó la cabeza y abrió la boca, con los ojos rojos y asustados buscando algo por el cuarto como si de pronto todo el aire se hubiera ido. “Pero cuando lo piensas, te das cuenta de es eficaz.” Jones sacó las burbujas de aire de la jeringa hasta que una gota de morfina se escurrió como rocío de la punta de la aguja. “El movimiento es el único recurso que tienen para sobrevivir en el frío. Hasta su moral depende del frío, del movimiento.” Jones continuó hablando sólo para disipar el silencio y el solitario sonido de la respiración entrecortada de la muchacha. Le soltó la mano de las sábanas y le dobló el brazo hacia atrás, contra la cama. “No tienen policía”, dijo, “ni abogados ni jueces. El peor castigo para un esquimal es que lo dejen atrás, que lo abandonen en el frío.” Y le palpó el brazo hasta encontrar la vena más gruesa posible, se la imaginó fluyendo hacia el corazón y clavó la aguja.


Charles D´Ambrosio
La Punta
Bogotá, Editorial Norma, 1998

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